viernes, 11 de enero de 2008

Un noche con los Quitapenas

Publicado en Revista El Planeta Urbano

El eco de los bombos

Los murgueros se preparan todo el año y se sienten realizados en carnaval. Esta tribu se desvive por alegrar las calles de las ciudades, cantando y bailando al compás de la cotidianidad del hombre común

Los más nerviosos están bastante crispados y no detienen, ni por un instante, su bailoteo, mientras bailan se pintan estrellitas de colores y se desparraman purpurina en la cara. Algunos tropiezan con otros que van y vienen, están también los más pelilargos que aseguran las binchas sobre sus cabezas. De repente todos se mueven al ritmo de los percusionistas que retocan los últimos detalles de las canciones, allá a unos metros y tirados sobre las baldosas de la vereda.
Antes de arrancar la murga pasa revista de las banderas, el estandarte, los bombos y los platillos, para que la fantasía entera, por fin, esté de vuelta en los barrios. Los murgueros suben ansiosos al colectivo, los más precavidos encuentran asientos mientras que los otros de parados nomás incentivan con sus cantos. El motor carraspea como sabiendo lo que le espera: la murga recorrerá las diversas barriadas de Buenos Aires para desparramar toda su fiesta.
Esta tribu es alegría porque es carnaval y ya nada resulta ser lo mismo cuando las patadas de los murgueros vuelan desarmadas por el aire, cuando el presentador invoca a Momo y cuando la espuma se convierte en el arma inevitable para la guerra de los sexos. Es que la murga es ironía, es crítica y sátira social: “todo lo que sube tiene que bajar, hoy todo el mundo se sube al celular”, canta la murga Fileteando Ilusiones.
Los letristas de la murga son como un ojo bien aceitado que observa y no deja pasar por alto las contradicciones sociales, las modas y los engaños. Desde su nacimiento las murgas hablaron de la política y la vida cotidiana: el cambio del dólar, la subida de precios, los sobornos de los políticos y los medios de comunicación. Todo lo que preocupa a Doña Rosa, y también todo lo que escapa a su mirada. Y así cantan Los Quitapenas: “periodista de opinión, serio comunicador espejitos de colores ya compramos al por mayor. ¡Queremos información!”.
Las murgas, por cierto, han luchado siempre por su permanencia. Atrás queda la censura militar, para ser realidad hoy en un número que no hace más que multiplicarse en barrios y ciudades. Solo en Buenos Aires hay cerca de 200 murgas y miles son los murgueros que salen a la calle para divertir y hacer reír a los vecinos.

Patente del barrio.

Ya se sincera el diccionario y avisa que la murga no es más ni menos que “molestar con palabras o acciones que causen hastío por prolijas o impertinentes”. Claro que cada barrio porteño se esfuerza por impregnarle a sus murgueros las temáticas a tratar, las formas de bailar, los colores de las ropas y el estilo definido. Así están “Los fantasmas de Saavedra”, “Los duendes Caballito”, “Los Amantes de la Boca” y “Los Fabulosos de Palermo”, cada una con su tradición barrial a sus espaldas.
El estandarte siempre adelante como la cara lavada de la murga. Llega al escenario y muestra al público su nombre, el año de fundación y de que barrio proviene, todo como si tratase de un verdadero Currículum Vitae emparchado con colores chillones.
Al rato suben los glosistas al escenario. Invocan a Momo, anuncian la llegada de la murga y cantan los temas. Se despiden con nostalgia aunque confiando en el reencuentro. Abajo los bombos, el redoblante y el grueso de la murga en filas que se ordenan y se desordenan en cuestión de segundos.
Termina la actuación y los colectivos humean a la vuelta de la esquina. Suben la fantasía toda y el ambiente del vehículo ya no es el mismo: ahora la murga recorrerá las callecitas de Buenos Aires sumergida en el vapor de sudor, que se sabe es incontenible a medida avanzan las presentaciones por los barrios.

La murga termina su última presentación y todavía repican rezagados -como los corazones murgueros que resisten a la despedida- los últimos bombos.

Del otro lado del río
Separados por el Río de La Plata los murgueros Argentinos y Uruguayos mantienen puntos intrínsecamente diferentes. Las murgas uruguayas son más escénicas en sus presentaciones que las de este lado. “La murga uruguaya está integrada por 17 o 22 murgueros no más. Ellos representan un frente coral que es acompañada por 3 percusionistas”, explica Federico Rigoni de la agrupación murguera de estilo uruguaya “Murga y Media”. Sigue: “es un espacio más intelectual en donde el público tiene menos participación”.
Si bien el objetivo de no callar es patrimonio de ambas, los murgueros uruguayos se explayan interpretando canciones con críticas más poéticas y menos directas que las de los letristas argentinos. Resume el uruguayo Eduardo Galeano en una entrevista: “Es la herencia de la tradición murguera de Cádiz, que de ahí vinieron las murgas uruguayas, como instrumento popular de venganza para tomarle el pelo al poder (...) el carnaval es la revancha del mendigo frente al rey”.

Siempre Febrero
Sin dudas la razón de ser murguera es el carnaval: “al tiempo que sus integrantes arman y sostienen su funcionamiento, aprenden valores intrínsecos del trabajo en común: el compañerismo, la tolerancia, la utilización de códigos comunes. Allí se establecen lazos familiares, de amistad y de solidaridad”, escribe la murguera Luciana Vainer en su libro “Miralá que linda viene la murga porteña”.
Enero termina de ajustar los últimos detalles de los pasos, canciones y vestimentas. Y llega, al fin, febrero. El murguero se abre paso entre el oficinista, el vendedor de libros y la odontóloga. Todos se alejan de sus oficios y profesiones para salir a peregrinar por los barrios, con los nueve o diez carnavales barriales que les esperan por fin de semana.
Cada murguero exhibe con orgullo su levita, porque si el estandarte es la cara de la murga, la levita es, sin dudas, la identificación de cada murguero. Sabido esto, en las espaldas pueden aparecer Bart Simpson, Boca, él “Che” y Los Doors y todo lo que pueda servir como carta de presentación: “¡es como gritar este soy yo!”, dice un percusionista de Los Quitapenas.

Se va la murga
Los carnavales terminan en el acortado febrero, pero el ingenio murguero no se detiene porque las cabezas trabajan aceitadas por el afán de la supervivencia. Allí nacen las rifas, las choriceadas y las colectas para pagar los colectivos, la comida, la bebida y parte del vestuario.
Emboscados por una democracia de asambleas, se reúnen para discutir los pasos a seguir: todos gritan, algunos se pelean y la mayoría se distrae. Finalmente el caos es apagado por los directores que terminan decidiendo lo que se vendrá.

Y otra vez pasa el año y llega febrero. El micro humeando aguarda impaciente y todos de nuevo a subir corriendo porque hay que andar de carnaval en carnaval. Tras cada presentación el sudor, las risas, volver a armar y desarmar, los retos de los directores y los cantos avisando la llegada a un nuevo barrio.

Sintetiza en su libro Luciana Vainer: “Para los murgueros y murgueras el carnaval es su fiesta. Es el momento más esperado de todo el año. Porque es un momento de comunión y descarga que permite renovarse, para así poder continuar con la vida cotidiana. Es que no hay vida sin carnaval”.