jueves, 26 de julio de 2007

José María Peña: Cirujeando en la cultura

Publicado en la revista Viva de Clarín
Ciruja cultural

De su visión nacieron El Museo de la Ciudad y la feria de antigüedades de San Telmo. Toda una vida en pos de conservar los objetos íntimos de los porteños. A los 75 años y después de más de 30 de trabajo, afines de 2006 lo jubilaron.

La esquina de Defensa y Alsina está, como era de esperarse para un mediodía de jueves, atestada de gente que va haciéndose lugar por las veredas. El fondo de la imagen da a la Plaza de Mayo también aglutinada de personas que vienen y van. Por lo alto, en uno balcones del Museo de la Ciudad se lo ve a su director, José María Peña, recibiendo una seguidilla de fotografías. En la serenidad de la altura dice, entre sonrisas, con su habitual humildad que “jamás de los jamases me habían sacado tantas fotos juntas”.
De profesión arquitecto, Peña es un hombre amable que invita sin preámbulos al diálogo. Delgado, de 75 años bien llevados y una elegancia de traje, suéter y corbata discreta, camina por el Museo cuidando los detalles que tanto le incumben. “Yo no soy necesariamente un coleccionista, soy un juntador. Hay que ser imaginativo porque lo que no sirve para uno es útil para otro. Yo más bien diría que soy un ciruja cultural”, explica.
Como no se anda con vueltas para decir las cosas, aclara que siempre lo hace con un consabido respeto. Así, con su forma directa, se las ingenio para que en 1967 los funcionarios de aquel entonces le aceptaran la idea de crear un museo que recolectara los objetos que constituían la cotidianidad de los porteños.
Treinta y siete años después sigue a la cabeza del Museo de la Ciudad, tan inquieto y creativo como en un principio. Recuerda de dónde surgió la proyecto: “era octubre del 67 y la municipalidad estaba ensanchando la avenida 9 de Julio. Las casas que estaban allí instaladas eran expropiadas por el estado y una vez vacías se las vendía en bloque como demolición. Entonces se me ocurrió que sería interesante que se resguardaran objetos como picaportes, vitrales, puertas y balcones. Cosas que fueran testimonio de la vida de la ciudad”.
En menos de 24 horas se creó una comisión ad honorem para recuperar esos elementos y el director, obviamente, fue el arquitecto Peña. A los pocos meses se inauguró el Museo de la Ciudad que un principio funcionó en el Centro Cultural General San Martín y en el que solo trabajaban un empleada y él.
Hoy el museo ya es otro: “el lugar está compuesto por objetos simples que unen historias personales. Una de las premisas fundamentales es enfocar la historia de los porteños con el mayor humor posible, porque la vida no es una tragedia y el trabajo no es un castigo divino”, dice Peña resumiendo.
Las pequeñas historias de los objetos del Museo, tan simples e íntimos como pueden serlo una escupidera, una maquina de cocer o un velador, hacen que tengan vida, que no estén muertos. Y ese es el enfoque que siempre intentó privilegiar el arquitecto Peña a través de su reconstrucción minuciosa.

Ciudadano ilustre
A este verdadero personaje porteño le llegó también por estos días el momento de los reconocimientos. Ya desde sus primeros años de arquitecto, Peña se interesó por la conformación edilicia de la ciudad, y por lo detalles hogareños que conforman su historia.
Después de más de 30 años de trabajar por el patrimonio cultural de la ciudad de Buenos Aires, fue esta misma quien en devolución de gentilezas lo nombró, a principio de año, “Ciudadano Ilustre”.
Nunca estuvo quieto, “en mi familia todos tenemos hormigas en la planta de los pies”, dice. Y en 1979 impulsó junto a otras personas la ley que protege, hasta el día de hoy, el casco histórico de la ciudad. “Mi trabajo me divierte mucho. Es un trabajo de muchos años y de mucho afecto- explica el arquitecto-. Por suerte pude contagiar a las demás personas que trabajan conmigo y hoy los que trabajamos en el museo vivimos trayendo cosas que encontramos en la calle”.
Este juntador cultural, como se llama, resguarda en sus gustos más íntimos los objetos kitch. “Tengo amigos que lo saben y me hacen regalos de los más inverosímiles. Algunos son tan abominables que terminan siendo geniales, como unos perros caniches de loza que me obsequiaron hace poco. Igual yo uso todo, no soy de guardar los platos de los abuela como se dice habitualmente. Si se rompen mala suerte”.
Este mismo Peña siempre tuvo otro gusto que lo acercó a las antigüedades: su afición por la fotografía. Él mismo está a cargo de un curso que se dicta en el museo en donde se enseña a leer las imágenes fotográficas. “Yo puedo hacer de una de foto una exposición –dice-. Aprendí a mirar con las viejas máquinas y de a pedacitos voy ampliando y analizando cada rincón de la imagen”, explica.
Este hombre que confiesa dormir pocas horas no le da tregua a la pereza. Su día en el museo empieza a las 8:30 porque siempre, dice, hay cosas nuevas para hacer. Su actividad lo lleva a no frenar nunca la organización de nuevas ferias de artes y nuevas exposiciones.
El arquitecto Peña viene de una familia de campo que con los años se mudó a la ciudad. Un clan familiar muy unido que siempre buscaba un pretexto distinto para juntarse. “En mi casa todo tenía su historia que no estaba explicitada. Y a mí de chico me interesaba mucho conocer de donde venía cada cosa”, desarrolla.
Su agrado por los museos siempre fue una constante, aunque no en tren de fanatismo. Eso sí, siempre sintió un desagrado por los lugares que exponían sus objetos sin un mínimo de explicación. Por eso cuando creó el Museo de la Ciudad se esforzó para que su fisonomía fuera distinta a los demás.
“Como en la vida nada es un hecho aislado, uno tiene que imaginarse las cosas en un contexto. Porque si es aislado es tristísimo”. De ahí que haya decidido ser él mismo quien escriba siempre, con tono humorístico y la vez informativo, los epígrafes explicativos de cada exposición.
También impuso la música de fondo para ambientar temáticamente las muestras y desinhibir aún más a los visitantes.

Una feria a la europea
Corría 1970 y Peña tuvo otra ocurrencia: crear una feria en donde se vendieran objetos antiguos y que fuera, además, una especie de sala abierta del museo. “Me parecía inconcebible que la ciudad no tuviera una feria de esas que había en Europa, en Montevideo y en Santiago de Chile. Y propuse como espacio la plaza Dorrego en San Telmo”, explica haciendo memoria. Al principio sufrió el embate de las inmobiliarias que no creían que la feria fuera a favorecerlos. “Una de los más grandes defectos argentinos es no tener un pensamiento pluralista”, dice.
De los 30 puestos originales (en realidad 28 ya que dos eran amigos de Peña “obligados” a participar para engrandecer el lanzamiento), en poco tiempo pasaron a ser 265, número que se mantiene hasta el día hoy.
“Lo que había visto en las otras ferias era una gran vitalidad. En un principio la gente se opuso porque San Telmo era un cadáver, pero por suerte fue un éxito desde el primer fin de semana”, sintetiza el arquitecto que cuenta que de los 35 años de feria han sido muy pocos los domingos que ha dejado de ir. “Sublimé mis domingos”, dice sonriente.
Sigue: “lo bueno es que no fue un boom, el crecimiento de San Telmo fue poco a poco. Si hubiese sido demasiado rápido podría haber durado diez años y después seguro desaparecía. Como sucederá con Palermo Hollydood o Puerto Madero que son lugares fashion, que cuando aparezca otro morirán y con poca posibilidad de reparación”.
Este mismo éxito llevó a que algunos expositores se decidieran a alquiler los locales de la zona e instalar en el barrio sus anticuarios. Hoy el barrio de San Telmo se viste con más de cien anticuarios, que lo han convertido en un verdadero emporio latinoamericano de antigüedades y cosas viejas.

Grandes historias
Este hombre de voz suave y narraciones pausadas, corona cada salida con una anécdota, que dibuja como cuentos bien descriptivos. Y como todo contador de historias carga a las palabras de gestos que se traslucen principalmente en sus ojos azules, que abre y cierra según la tensión del relato.
“Nosotros siempre conversamos con la gente que nos trae sus cosas porque queremos conocer un poco más”. Recuerda a una mujer que donó una muñeca que había comprado después de juntar varios años unos pequeños ahorros que le daba su abuelo. “La donó al museo porque nunca la iba a poder olvidar, y quería dejarla acá para que los demás la gocen como la había gozado ella”, dice orgulloso.
Y los hallazgos crecen día a día. Cuenta que recibió hace unos meses a un hombre que donó unas 3000 postales y a otro que dejó todos sus muñecos para que formen parte de la deliciosa muestra permanente que exhibe los juguetes de los porteños.
Cuando la gente deja sus objetos más queridos, de alguna manera le otorgan una nueva vida. Se la prolongan.
El museo está repleto de fotografías que hablan por sí solas. Se estima que cuenta con 35.000 negativos y 6.000 fotos originales. Ha sucedido que algunos visitantes se han encontrado con fotografías de la madre o de su familia que nunca antes habían visto. Las fotos actúan como disparadores de la memoria: “he visto gente llorando porque una foto le recuerda a la cocina de su casa de la infancia”, recuerda Peña.
Las imágenes también sirven para analizar la moda, la forma de pararse, sentarse, de hacer gestos y determinar los comportamientos de una época. Esa misma pureza solo es conseguible gracias al aporte de los ciudadanos a los que Peña prefiere llamar donantes. “Es fantástica la comunicación que se da entre los objetos y las personas que los ven”, explica.

Un futuro incierto
Este año Peña recibió una notificación del Gobierno de la Ciudad: él y otras de las personas que trabajan en el museo, mayores de 65 años, deben jubilarse el año próximo.
“Esta decisión me desconcierta –dice angustiado-. No discuto a la jubilación como derecho pero no creo que sea una obligación. No me parece que las cosas funcionen hasta cierta edad y después no, porque es como un despojo. Indudablemente no fue hecho en contra mía, pero es un drama”.
Al poco tiempo de conocida la noticia empleados del museo y otras personalidades de la cultura como Felix Luna, Ernesto Schoo y Juan José Sebreli dejaron por sentado en solicitadas el pedido de revisión de la medida. “No se que sucederá pero de irme desde ya no me voy nada feliz, porque creo que todavía soy útil. E insisto en que la jubilación no es una cuestión de edad, es una cuestión de vigencia y capacidad. Y yo todavía no creo estar hecho”.
¿Y que hará si debe dejar de ir al museo?.
¿Y quién dijo que dejaría de ir?. Mi vida está ahí, seguiría yendo, trabajando de otra forma ... igual yo soy el rey del ad honorem.
¿Y ha pensado en alguien que pueda continuar su trabajo?.
Sin dudas, Eduardo Vázquez. El está en el museo desde el año 1976, y es excelente. Es una persona muy capaz, entiende las cosas muy rápido. Con él se respetaría el espíritu de los 37 años: que es la valoración de las pequeñas cosas que hacen a la historia de una ciudad.
¿Y la nostalgia de ya no estar le da miedo?.
Yo tengo un gran respeto por la nostalgia, pero el exceso de la nostalgia es la anemia de la memoria. Las cosas irradian porque tienen vida propia, pero no estoy a favor de ponerse nostálgico por lo que ya no es.

Sugerencias para un coleccionista novato
Responde rápidamente tras la pregunta. Es que, sin dudas, José María Peña disfruta con pasión la investigación de objetos antiguos. Lógico es entonces que sepa acerca de los secretos que conforman el mundo las antigüedades. “Para aquel que empieza a coleccionar yo le diría que use su imaginación. Qué cada vez que entre en un lugar de antigüedades no se entusiasme con lo primero ve. Hay que recorrer, hay que ver mucho para poder ir haciéndose la idea de que lo que hay. Las cosas tienen muchas puntas por las que se puede entrar”, explica.

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